martes, 4 de junio de 2013

El universo ametafórico



“La idea de que el Universo sea una gran máquina, que funciona sin la intervención de Dios, como un reloj continúa funcionando sin la ayuda del relojero, es la idea del materialismo y el destino, y tiende (bajo la la pretensión de hacer a Dios una inteligencia supramundana), a excluir realmente a la Providencia y el Gobierno de Dios de este Universo.”

Este es un fragmento (traducción propia) de una carta que Samuel Clarke escribió a Gottfried Leibniz en el transcurso de su extensa e interesante correspondencia durante los años 1715 y 1716. En él Clarke, según algunos con la aprobación de Newton, según otros al dictado del propio Newton, critica la visión del universo como un mecanismo de relojería que mantenía Leibniz.

El universo como mecanismo de relojería es una metáfora que iguala el funcionamiento del universo a un reloj mecánico. Continúa funcionando, como una máquina perfecta, con sus ruedas, muelles y palancas gobernados por las leyes de la física, haciendo cada aspecto de la máquina predecible en el futuro, o calculable en el pasado. Esta idea fue muy popular en el siglo XVIII, tras la aparición de las leyes de Newton que, junto a la ley de la gravitación universal, podían explicar el funcionamiento tanto de objetos terrestres como celestes.

El fragmento de Clarke pone de manifiesto la revolución que para la cosmovisión del siglo XVIII supuso el mecanicismo. Dios dejaba de intervenir en el mundo continuamente y quedaba relegado, como mucho, al diseño y puesta en marcha del reloj universal, al Dios de los deístas. La tesis mecanicista la expresaba claramente Pierre Simon de Laplace:

“Podríamos considerar el presente estado del universo como el efecto del pasado y la causa del futuro. Un intelecto que en un momento dado conociese todas las fuerzas que animan la naturaleza y las posiciones mutuas de los seres que la componen, si este intelecto fuera lo suficientemente vasto para analizar los datos, podría condensar en una sola fórmula el movimiento de los más grandes cuerpos del universo y el del átomo más ligero; para un intelecto así nada podría ser incierto y el futuro igual que el pasado estaría presente delante de sus ojos.”

Ese intelecto pasó a conocerse como “el demonio de Laplace”. La metáfora del reloj sustituyó en el siglo XVIII a la metáfora aristotélica, que asemejaba el mundo a un organismo vivo, con un objetivo determinado, compuesto por partes cada una con fines y propósitos propios de su esencia.

Es fácilmente comprensible la atracción y utilidad que tienen las metáforas: son un una forma sencilla de resumir la visión general que se tiene sobre un sistema muy complejo. Son famosas, por ejemplo, las metáforas empleadas a lo largo de la historia reciente para referirse al funcionamiento del encéfalo, siempre empleando lo más avanzado en cada momento: así Descartes comparó el encéfalo con una máquina hidráulica, Freud con una de vapor; posteriormente se asimiló el encéfalo a una centralita telefónica, después a un circuito eléctrico, para terminar llegando al ordenador; últimamente ya se encuentran textos en los que se le asimila a un navegador web o a Internet.


Pero la cuestión es, ¿cuál es la metáfora actual para el universo? ¿Qué ha sustituido al reloj de la Ilustración? Entiéndase las cuestiones desde el punto de vista científico, obviamente; hay personas, no pocas, que mantienen una cosmovisión aristotélica o, lo que es más aberrante si cabe, platónica.

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